Segundo Antares nos lleva en este su último libro a un viaje inesperado, a una evolución que, desde el principio, sorprende. “Aleatorias, suaves, migratorias”, este título que parece adjetivar las historias –por seguir la rima- que recoge el volumen, entendemos que hace recuento de alguna de las etiquetas que podrían rondar a los eventos variopintos que se desarrollan en sus ingeniosas máquinas, digo páginas, aunque en este caso viene a ser lo mismo. La sorpresa de la que hablamos es el volumen de las historias que contiene el mismo, el volumen, que ya no es el mismo volumen. Digámoslo de otra manera: Antares nos tenía acostumbrados al cuento hiperbreve y ahora los relatos son de extensión, si breve, no dinosáurica -creo que vengo algo afectado de la falta de gravedad de mi viaje. Digamos, y volvamos a lo mismo de otra manera, que Antares ha pretendido subir el volumen de sus historias. La línea ha tenido páginas. ¿Será debido a su exultante paternidad, de la que se hace eco la dedicatoria?
Así como en la cinematografía podemos hablar de nanometrajes y cortometrajes –y no hay duda de que el lenguaje cinematográfico está presente en “Aleatorias”, como por ejemplo en el cuento “La misión”, donde el protagonista es el filo de un cuchillo provisto de una “cámara”- Antares ha sufrido una evolución paralela a la que va desde el nanometraje hasta el micrometraje, sin llegar al corto o al mediometraje.
Cada género, cada subgénero, puede llegar a
convertirse en un mundo propio, tiene sus tics y sus maneras de hacer que a
veces resultan intransferibles, y que contagian de sus mañas al artesano que
las cultiva por mucho tiempo. El ingenio, cultivado por Quevedo, por Gracián,
el wit de los ingleses, tan valorado,
es un ingrediente fundamental en el trabajo de Segundo Antares, de modo que en
su narrativa hiperbreve era a veces una argucia léxico-semántica la que podía
encender el hallazgo: “MEDIO AMBIENTE / Efectivamente, nos va quedando la
mitad”, dijo este escribidor desolado por ver cómo la profecía nominal de su
pueblo natal, Río Negro, se hacía realidad por culpa de la contaminación. Acaso en la prolongación de la
extensión de las narraciones el ingenio ha quedado a veces como un resabio
distractor: “Por inercia cotidiana, me levanté en la mañana a desayunar la rutinaria
rutina de mi rutina diaria.” Es cierto que escritores como Ramón Gómez de la Serna, el creador de la
greguería (humorismo+metáfora, acuña la fórmula) soltaban también perlas que
recuerdan a su pedrería minúscula en sus obras de mayor extensión. No hay duda de
que Antares ha asumido un riesgo acometiendo narraciones que demandan otras
herramientas con las que está menos familiarizado, y eso es de agradecer; de
todas formas, los equívocos que han solido protagonizar las narraciones previas
del autor, y que a menudo funcionan bien en estructuras mínimas, porque el
artificio, los juegos artificiales se suceden para distraernos y entretenernos
de continuo, tienen una tarea más complicada en esta ocasión. En cualquier caso no son ya los juegos de palabras los protagonistas, sino juegos conceptuales y de enfoque del relato. Cabría, de todas formas, preguntarse: ¿Cuál es,
finalmente el argumento de los fuegos artificiales? ¿De qué tratan? ¿Puede la
literatura sostenerse sin hacer frente a las grandes preguntas, por pequeñas
que sean? La respuesta tal vez pueda estar en uno de sus cuentos, el titulado "La muerte de Dios". Nada tan grave como el tema de Dios, del destino, del sentido de la vida, la muerte. Pero la mirada de Antares nos desvela que todo es juego, que nada es tan grave. Que también los grandes temas pueden resolverse en un guiño y que el tiempo es poco, y por breve es mejor aprovecharlo para sonreír.
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