LEONEL LIENLAF CONJURA LAS AGUAS
La poesía
habla por sí sola. Lo que yo -extranjero y extraño- mal pueda decir es
superfluo, prescindible. Leyendo Kogen, de Leonel Lienlaf, me viene la idea de
que la poesía es traducción (la buena poesía, la rara poesía que sí es poesía):
se expresa con palabras lo que no puede decirse con palabras, y parte de la
extrañeza, la extrañeza de la entraña intraducible; porque la entraña es lo más
extraño, por asombroso, por inefable. Leonel, vlkantufe cuya lengua materna es
el mapuzungun, acude al castellano para traducir su diálogo con la naturaleza,
con la que el poeta no se diferencia, sino que vive una continuidad: las
divisiones son artificiales. Finalmente, a través de esa doble traducción,
acude a nosotros la resonancia del profundo encuentro. Doble traducción: una
implícita, desde la naturaleza, de la que el poeta parte y es parte, a la
lengua materna que hizo sus ojos, que refleja como espejo de agua el mundo
natural, y otra, explícita, hasta la expresión castellana, que queda fecundada
por las visiones, los sueños, las experiencias que moldean la lengua extraña
entrañándola, naturándola, hermanándola.
Hay quien
se queja de que Leonel Lienlaf escriba en español, pero no es para ser dominado
por la vieja lengua imperial, sino para domeñarla como Lautaro-Leftraru el
kawellu-caballo, cambiándole la mirada. No se engañen pensando que el poeta
renegó de su lengua: al contrario, reniega de la reducción, y amplía el
territorio, es un estratega, y mucha será su obra por llegar en mapuzungun.
Escribe también en castellano sencillamente porque el castellano también es su
lengua, aunque la trabaja de otra manera. Escribe desde la misma raíz de la
diferencia latinoamericana, en que una lengua se convierte en algo distinto por
el protagonismo de quienes la trabajan, que literalmente no caben en el molde y
lo rebosan y renuevan. Aquí estamos en la misma fuente de esa riqueza, desde
dos corrientes que se encuentran provocando un estallido de espuma.
Hay
poesía que nace del juego verbal; aquí se le deja hablar a la naturaleza, y
escuchamos la ternura de su canto hermanado, transmitida al castellano impelida
por la propia terneza de la tierra, como dos ramas próximas que se abrazan, y
la voz salta entre ellas como ardilla que no distingue diferencias, "que
soy amor, que soy naturaleza" (Lorca). Leonel habla con el fuego “y el
fuego estaba allí, mirándome”; y con el agua, agua que llega a nuestra boca a
apagarnos la sed, esperanza de la resistencia, vivida desde cada nuevo brote de
los bosques nativos -“vienen ya de nuevo los brotes de laureles”-, los sueños
que recuperan el territorio, que se levantan, delinean el paisaje, avanzan con
el viento y ocupan todos los ámbitos.
Lienlaf reniega de las reducciones, también de los
preconceptos, de los grandes discursos y las voces lastimeras que vieron
perdido el mundo: “No busques entonces los augurios fáciles / porque no hay
destino, / sólo ráfagas de viento entre las ramas”. “No hagas caso del aullido
insípido de la muerte”. “No prestes atención a esos murmullos (…) sequedades
antiguas, aguas muertas”. El lector también está incluido, llamado a participar
en ese sueño que recupera las aguas, la vida: “Escucha este relato como un
sueño / y sentirás su huella, su neblina”. A veces, en las horas más oscuras,
el escalofrío viene a confortarle “con su baile intermitente”. Pone el oído en
tierra, en tantos hermanos pobladores, y escucha el concierto. No hay límites.
En los vagos lindes se hermanan la memoria y la tierra, el río del cielo y los
sueños, las montañas y las nubes: “la montaña es etérea, sus rocas nacen de las
nubes”. A través del insomnio, de su conjuro primaveral, vuelve el agua por
donde solía ir, “aguas que hierven en lentas horas de insomnio, / aguas que
destilan la pureza del guijarro, / aguas que destilan en vapores por la
madrugada espesa”. El mundo está naciendo a cada instante. “(A lo lejos veo el
bosque y las cascadas renaciendo)”.
Kogen es un
camino recorrido y un camino por recorrer. Es territorio soñado y territorio
por real-izar (realizarse no es un juego de palabras). Una escritura consciente
en la que habita el bosque ingenuo y genuino, en la que las nubes engendran las
montañas, un libro genésico. Desde el comienzo, en un bello poema-pórtico (el
templo es la naturaleza) el poeta (wirinzungufe y vlkantufe, escritor y cantor)
avisa a quien escucha, y a sí mismo, que no se fíe "de los augurios fáciles", que nada está dicho de antemano, que sólo hay
"ráfagas de viento entre las ramas". La revelación no viene, pues, de
un discurso preconcebido, la poesía no trata de pre-ceptos, sino de
post-ceptos, de lo encontrado durante el viaje, en este caso por senderos,
"fragmentos de la Memoria _Tierra",
por la inocencia invencible de cada brote, por el renuevo, por las
voces_ancianas, presentes para quien ve porque sueña. Nada vive solo. Lo
minúsculo, lo casi imperceptible, las criaturas que se escabullen entre los
chilkos, una gota de savia ante un precipicio, cayendo en tus arterias, nos
conectan a todo. Leonel Lienlaf ha preparado un conjuro para despertar, un
sueño que nos abre los ojos.
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