Señas de identidad, columna en T21.
Si aún puede haber alguien que dude del fuerte componente identitario de la que aún a ratos se llama IX Región, parece que últimamente las manifestaciones culturales se empeñan en recordárnoslo.
El Txawun llenó el centro de Temuco de gentes que se arracimaban para escuchar con fuerza el mapudungun, y que salieron –winkas y mapuches- íntimamente ensanchados de un acto que hacía jugar a los niños a ser Kai kai filu o Txeg treg filu al concluir la representación.
La obra El saqueo de Salinas Santelices plantea por primera vez en las tablas la fundación del fuerte de Temuco y desnuda y denuncia las injusticias fundacionales que explican muchos de los problemas de hoy.
El grupo Surama, que incorpora ocasionalmente en sus canciones letras en la lengua de la tierra, cantó en el Aula Magna de la Universidad Católica, acompañando la lectura de Guido Eytel en el que dos pumas sufren los asedios de los invasores de corazas plateadas y defienden su territorio para poder recuperar su libertad.
Muchos más ejemplos, en música, en artes visuales, en literatura, podríamos aducir. Desde su diversidad, el mundo de la cultura apunta hacia una armonía creativa, hacia el reconocimiento de la diferencia y el orgullo legítimo de un pueblo que ya no está aislado, que interesa, que se escucha, que se mueve, que se mezcla, que fecunda y que incorpora.
Revisitar la historia, conocer los mitos, bañarse una y otra vez en ese río que nunca es el mismo, disfrutar de la corriente imparable que nos lleva y que va cambiando las cosas. Algo está cambiando. Todos somos mapuches. La admiración por este pueblo indomable no debe limitarse a las gestas de Leftraru y Kallfulikan. El pueblo mapuche es raíz poderosa de la Araucanía. Conocerla y respetarla es destapar un tesoro. Sus joyas son inmateriales. Se llaman hermandad.
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